Para perder algo solo hace falta un error. Aunque yo no sé si es apropiado llamar error a lo que me pasó a mí. Lo que sí puedo contar, con toda la autoridad posible, es cómo es perderse la graduación de la universidad. La verdad no toma mucha energía, pero sí se lleva un gran pedazo de tu tranquilidad y casi toda la fuerza emocional.
La culpa es de la pandemia. Me fui de vacaciones por
un par de meses que se alargaron más de un año y medio. Que nadie sale y
nadie entra fue decretado en marzo de 2020. Mi vuelo de regreso debía ser, justamente,
el sábado siguiente al anuncio presidencial. Yo no tenía idea de que podía
extenderse tanto, de que estar tan lejos de casa se me haría tan rudo. Que no
es el encierro, ni el miedo a enfermarme mayor que el miedo a perderme a mí
misma.
Antes de que cerraran el país, viajé a Miami a
comprarme unos vestidos y tacones para cada uno de los actos y eventos que anteceden el cierre de la carrera. Todo estaba listo, medido y guardado en la
maleta. Hoy los subí a varios sitios de ventas para ver si a alguien le interesa
comprarlos. Esa resignación brotó en forma de “el viernes se gradúan los de Periodismo”. Sin mí, claro.
Cuando suspendieron el acto, cuya fecha original era
abril, sentí alivio: todavía podría regresar a casa. Luego, y para ser más cordiales
y finos, la universidad mandó el día de mi cumpleaños un correo donde
anunciaban la nueva fecha. Así, mi promoción vio la luz al final del túnel. Todos
celebraron. Y yo, como Penélope o Ana, me quedé esperando por algo que nunca
llegó.
Hoy era mi turno. Hoy tenía que cerrar el ciclo de
pregrado. Hoy yo tenía que haberme levantado de madrugada, arreglado, vestido,
e ir al Aula Magna de mi universidad. Hoy tenía que haber estado junto con mis
colegas en el pasillo que sale de Módulo 4 hacia Biblioteca. Hoy. Hoy tantas
emociones tenían que haber pasado. Hoy tanto he llorado. Hoy, como toda la
semana, ha sido un día triste.
Esta semana me estuve poniendo el vestido y tacones que
compré para la graduación. Me arreglaba y caminaba por la casa imaginando que
estaba sobre el escenario. Dándole la mano a las autoridades, firmando el
título, escuchando los aplausos. Todo eso que no viví. Qué tonta, ¿no?
Había pasado unas dos semanas completas sin poder llorar. Y es que mi psiquiatra dice que esto es una pérdida, que hay un duelo acompañándome y
que esa incapacidad era parte de ello. Sin embargo, el lunes, cuando mis
primeros compañeros se graduaron, vi unas fotos y fue inevitable: la garganta
se me trancó, comencé a temblar y, finalmente, lloré. Y lloré, ahogué gritos, golpeé
almohadas, lancé cosas al aire y lloré. Fue como una explosión. Y la esperaba, claro,
eso de contener emociones no se me da bien.
Pero más allá de la tristeza, la rabia, impotencia,
dolor y sufrimiento hay belleza. Mis seres queridos llevan casi un año
celebrando que terminé la universidad. Ya ni sé cuántas veces hemos brindado
por eso (gracias, Zoom, Whatsapp). Además, y aquí lo más hermoso, mi familia y
mis mejores amigos me han dicho que quieren ir conmigo a la universidad una vez
que regrese. Que ellos estarán conmigo (como han estado siempre) cuando vaya y
me tome mis respectivas fotos, así sean sin toga y sin birrete. Y claro,
celebrar juntos este triunfo.
No, no todo es trágico. Pero sí doloroso y frustrante.
Siempre me he considerado una persona que necesita cerrar, terminar las cosas,
para seguir adelante. Esto significa que tengo una herida abierta. Bueno,
claro, una parte de mí entiende que está fresco el corte. Luego irá pasando el
tiempo e irá sanando. Pero no del todo, no hasta que yo pueda ir personalmente
(perdonen la redundancia) a la universidad, buscar el título y tomarme mis
fotos.
Mi psiquiatra, hace un par de semanas, me dijo que la
graduación es uno de esos eventos trascendentales para la vida de una persona. ¿Y
cómo no? Es la conclusión de cinco años de estudio, de madrugar, de exámenes y
devoción exclusiva a la carrera. Pero, y siguiendo lo que dijo el doctor, ¿cómo
se supera haber faltado a tu propia boda? ¿Al bautizo? Sí, ya quedará la
maestría para vestirme de toga y birrete, pero ¡coño! ¡Yo quería graduarme con
toda la parafernalia, la tramoya, los trajes que amerita un acto de grado! Y es
un deseo válido. Tan válido como las lágrimas que he derramado.
Todo lo anterior sonó demasiado dramático. Escuchaba a
Chopin, no me culpen.
Creo que lo que más duele es saber que ya pasó. Que ya
mi oportunidad de graduarme con mis colegas se esfumó. Que no estuve ahí. Y para
evitar más sufrimiento borré todas las redes sociales que tenía. Las escasas
fotos que he visto han sido por Whatsapp. No puedo, no me da el alma justo
ahora para ver fotos de mis colegas. Las veré cuando el sol de verano me abrace
lo suficiente como para secarme y no dejar que la lluvia aparezca. Aunque dicen
que el agua es vida.
Entonces, ¿cómo perderse el acto de graduación? Pues faltando,
claro. Pero no se los recomiendo, a menos de que no les interese en lo
absoluto. En ese caso, vaya mi reconocimiento y admiración.
Me quedo con una frase que leí hace años: “Dios escribe
derecho sobre líneas torcidas”.
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