Recién nos habían dado la chaqueta y camisa de promoción. Quinto año pintaba bien. Estaba cursando el propedéutico de la Universidad Simón Bolívar (USB) para ingresar a ingeniería Geofísica, Geológica o Geoquímica. También presentaría en Humanidades de la Central (Idiomas), por no dejar; y en la Universidad Católica Andrés Bello preinscribí Derecho just in case. Estaba enamoradísima de la Simón, los jardines, el ambiente, los ingenieros bellos y de la idea de estudiar algo relativo a la Tierra. Pero hoy, hace diez años todo cambió.
En el colegio había una reunión para discutir sobre la
fiesta de graduación, el protocolo y todo aquello. Los representantes iban y
los chamos, si queríamos, también. Y claro que era atractiva la idea de ir de noche
al cole. Ya yo lo hacía porque formaba parte del grupo de Teatro y los ensayos
eran, a veces, hasta tarde. Mi escuela daba pavor una vez que se ponía el sol. Aquel
miércoles unas amigas y yo quedamos en vernos y hablar un rato.
Llegó la hora de la reunión. La oscuridad y la soledad
de aquel colegio de monjas se prestaba para contar historias de terror. Y cómo
inventábamos cuentos de fantasmas y apariciones. Pero poco sabía que la noche,
esa noche, formaría parte de mi repertorio fijo de miedo, ansiedad, dolor y
sufrimiento.
Salimos del cole como a las 8:30. (Mientras escribo
siento el pulso acelerado y las manos temblar). En aquella época estaba obsesionada
con Queen (me sabía todas las canciones, incluso esas que nadie conoce) y con
la música country. Era el apogeo de los Blackberry, del “dame tu pin”. Antes de
ir a casa le pregunté a mi mamá si podíamos ir a McDonalds por una hamburguesa,
pero había comida en casa. ¿Esa parada habría cambiado el destino?
El garaje de la casa era manual. Mi mamá se bajó del
carro para abrir el portón. Pero antes yo vi que un carro pasó de largo,
lento, pero siguió. Sonaba una canción que, desde entonces, no me atrevo a
escuchar. Mamá metió el carro y, cuando estaba cerrando la reja, el carro que
vi pasar se paró frente a la casa. Yo no me había bajado, pero al escuchar a mi
mamá preguntar “buenas, ¿en qué le ayudo?” volteé inmediatamente. Un hombre se
bajó del asiento de copiloto y apuntaba a mi mamá con un arma.
Mi mamá mantuvo la calma. El tipo estaba detrás apuntándola.
Ella abrió la puerta del carro y me dijo que me bajara, que tranquila. Además del
primer sujeto, otro más apareció. Lo primero que hicieron fue quitarnos los
teléfonos, y a mi mamá su anillo y collar. Entramos a la casa. Los tipos
preguntaron si había alguien más. Y sí, mis abuelos quienes estarían durmiendo.
Ma les pidió que fuese ella quien les avisara para no asustarlos demasiado. Así,
el par, mamá y yo fuimos hasta el cuarto de mis abuelos.
Ese día, pero más temprano, le habían dicho a mi
abuelo que tenía cáncer y que había que operarlo. Cuando llegamos adonde
estaban ellos, él se encontraba arrodillando rezando. Esa imagen nunca se me
borrará.
Instintivamente yo no les vi la cara. Mi abuela sí. Los
carajos le repetían que no, que no los mirara. Preguntaban que dónde estaban
los reales, las joyas. Pero mi mamá decía que no teníamos nada (en efecto, no había nada).
A mis abuelos y a mí nos sentaron en el comedor. Mientras, mi mamá fue rehén de
ellos: la amenazaban, la obligaban a abrir gavetas y buscar objetos de valor;
también, la obligaban a meter lo que encontraban en el carro. “Los vamo a matar”,
decían. Y repitieron eso muchísimas veces durante aquel asalto. También nos
amenazaban con quemarnos, violar a la carajita (yo) y demás cosas horrendas. Yo
no les veía la cara, pero vi que iban todos de negro.
Desde el comedor escuchaba los
ruidos de gavetas, libros y demás objetos caer al piso. Recuerdo los ruidos. Aquel escándalo,
incluso hoy día, me genera desesperación. Yo le tengo pánico a los ruidos
fuertes gracias a eso. También escuchaba las groserías que le decían a mi pobre
mamá que con temple se enfrentó a esos malandros. Mi abuelo, la figura
masculina, el hombre de la casa, quizás debilitado por la mala noticia de la
mañana o por inspiración divina no hizo nada. Se metió en el papel de abuelo
enfermo y débil y lo dejaron, gracias a Dios, tranquilo.
No sé cuántas horas pasaron hasta que, tras no
encontrar nada, se rindieron. Nos llevaron a todos al cuarto de mis abuelos. Tomaron
corbatas y nos amarraron. A mi abuela la pusieron bocabajo en la cama, casi no
podía respirar y mi mamá imploró para que la acostaran de lado y, así, no se
asfixiara. A mí, pues mamá también rogó porque me pusieran cerca de mi abuela y
que, por piedad, no me hicieran nada. Ellos amenazaban con violar. Con quemarnos.
Con terminarnos.
Pasó un rato hasta que mamá empezó a desamarrarse, yo
le decía que no, que no se soltara. Ella logró zafarse del amarre de sus manos,
buscó en las gavetas de mi abuela una tijera y cortó las ataduras de las
piernas. Siguió mi abuelo, abuela y a mí de última. Yo sufro, al igual que mi abuela,
de mala circulación y si paso mucho tiempo arrodillada, se me duermen las
piernas. La adrenalina sí hace maravillas. Yo, con las piernas dormidas, pude
pararme y correr. Mamá vio que el carro de ellos ya no estaba por lo que tomó
las llaves del vehículo de mi abuela (creíamos que se llevaron el nuestro).
¿Adónde ir? Fuimos a casa de unos vecinos que vivían
más arriba en la misma calle. Gritaban mis abuelos que por favor nos abrieran. Apareció
la señora. Entramos. Yo temblaba. No pensaba en nada sino en ¿y si vuelven? Llamaron
a la policía y, al rato, volvimos a la casa. Mi abuela y yo estábamos en el
carro mientras mi abuelo y mamá revisaban el lugar con los policías. No
denunciaron porque, obvio, mejor no hacerlo.
De ahí fuimos a casa de otros vecinos, unos más familiares,
para pasar la noche. Yo estaba en shock. No dormí nada. En la mañana, no quería
comer, no quería nada. Todavía seguía petrificada y las imágenes del latrocinio
me daban vueltas en la cabeza. ¿Y si vuelven?
Al entrar a la casa fue cuando caí en cuenta de lo que
había pasado. Parecía que un tornado hubiese arrasado. Todo estaba en el piso. Yo
temblaba de miedo. Mis sentidos estaban más que alerta. Fui a mi cuarto y me
encontré con todo en el piso. Faltaban varios objetos, mi chaqueta de promoción,
mi morral con cuadernos y libros, y tantas otras cosas. (Inevitablemente en este punto estoy llorando
mientras escribo). No recuerdo más de ese día. Solo sé que tenía muchísimo
miedo, que cualquier carro que pasaba cerca me aterraba y que cualquier ruidito
me alteraba. Creo que limpiamos la casa y devolvimos las cosas a su sitio. Yo no
quería estar ahí. No quería nada.
Aquella noche, más que las cosas perdidas, unos malandros
derrumbaron lo que se suponía era mi fortaleza. Me sentí invadida. Recuerdo que
me abrumaba tocar mis cosas porque aquellos tipos las habían visto, manoseado,
revisado. Ya no eran mías. Ya esa casa no era mi refugio. Tenía 16 años, a
punto de vivir el cambio fundamental de la adolescencia: ir a la universidad. Pero lo puse en pausa gracias a esto.
Aquel lapso raspé Matemática (bueno, siempre he sido
malísima para esto), pero también saqué menos de 10 en Biología e Inglés
(materias que siempre llevé con 18 o 20). Mentalmente no estaba en las clases. De
hecho, no estaba en ningún lado sino en la noche de terror.
Sabía que en el colegio había un psicólogo. Yo no
estaba bien, nada bien, por lo que, en alguna clase, le dije al profe que iría
al baño. En realidad, fui a la oficina del psi. Él me atendió, pero poco pudo
hacer por mí. Fui un par de veces más, pero quien me ayudó fue mi profesora de
Biología (y además la guía del curso). A ella acudía siempre, y me escuchaba. Ninguno
de mis amigos estuvo para mí durante este tiempo. Se hicieron los locos y me
dejaron sola. La profe era la única persona a la que le pude confiar mis miedos
y ansiedad. Nadie me ofreció ir a terapia. Hoy día creo que hubiese sido útil.
No quedé en la UCV ni en la USB. Solo entré a la UCAB
en Derecho. Pero yo seguía con Geofísica en mente. Ese año fue un desastre. Desde
entonces sufro de ansiedad y los ruidos me alteran. Me asusto con facilidad, no
puedo escuchar Queen ni música country. Odio salir de noche. Soy paranoica,
nerviosa y miro mil veces cuando salgo o entro a casa. Hace 10 años le vi a los
ojos al horror verdadero por partida doble. Hace 10 años que perdí los
referentes de seguridad que tenía. Desde hace 10 años la misantropía se volvió
real.
Esta herida, que hoy cumple una década, todavía me
duele, arde y sangra de vez en cuando. Pero celebro nuestra vida. Doy gracias a
Dios porque estamos aquí, porque escapamos del mal. Sí, las consecuencias
fueron terribles. Pero, al menos, las puedo contar. Además, esta catástrofe me
llevó, de alguna manera u otra, adonde debía estar. De mi casa soy yo quien
habla de esto con más soltura, eso se lo debo a la terapia. Hoy quise tocarme
la herida porque 10 años no son poca cosa.
What doesn’t kill you makes you stronger. Supongo
que sí. A veces me provoca ir al pasado y abrazar a esa niña que estaba tan
asustada e incomprendida. Por estas fechas es cuando más agradezco a Dios por todo
lo que nos ha dado. Pero también es temporada de ansiedad desbordada, de malos
pensamientos y de pesadillas (estrés postraumático). Menos mal que mañana voy a
terapia.
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