Tras desayunar dos rebanadas de pan con queso crema y mermelada como todos los días, el doctor sacó del clóset la bata. La examinó, planchó y echó una mezcla de agua con aceites esenciales. (Quizás para disfrazar el olor a humedad que tenía la tela). La guindó en el pomo de la puerta mientras se acicalaba. Se afeitó el rostro, cepilló sus dientes y echó perfume en su cuello y muñecas. Antes de salir, tomó la bata y fue directo al carro. Guindó el traje en el asiento trasero donde estaba un maletín con su equipo. Estaba a tiempo para llegar a la clínica.
Mientras manejaba por su urbanización, los pocos
vecinos que se dedicaban desde temprano a la jardinería lo saludaban. El doctor
siempre ha sido un tipo popular en aquella zona; incluso, hacía visitas a
domicilio. Se le notaba ataráxico, feliz casi.
En cuanto alcanzó la avenida recibió una llamada. Un
paciente estaba en crisis. Escuchó a la enfermera quien, nerviosa, se
apresuraba a describir la situación en la clínica. Él, sereno, le explicó qué
hacer y pidió que una vez realizara el procedimiento y administrara los
fármacos lo llamara. Colgó y siguió. Una cola lo asediaba entre demás
conductores; la fumarada de los cigarros baratos de algunos ansiosos se
mezclaba con el humo de carros que, antiquísimos y destartalados, daban la
sensación de fábrica. El doctor subió los vidrios y puso el aire acondicionado.
El semáforo parecía eterno y los adormecidos pilotos tardaban unos preciados
segundos en soltar el freno y avanzar. Podía fácilmente pasar una media hora
allí. Subió volumen a la radio y se puso a ver a los que caminaban por la
acera.
Era común, y más a esa hora, ver a muchas personas
caminar o correr. Incluso, en un punto del camino, había unas máquinas para
hacer ejercicio. De tantos años transitando por la misma vía, ya era capaz de
reconocer a los corredores. Su imaginación lo llevaba a hacer carreras con
ellos. “A ver quién es el más rápido”. Y se veía triunfante, riendo y
celebrando con los otros, quienes le daban una palmada por su esfuerzo. Pero
luego bajaba la mirada y veía la barriga que sobresalía entre el cinturón que
le sostenía contra el asiento. Hasta ahí llegaba la fantasía. “Tengo que
ponerme en forma, tengo que volver al gimnasio”, se decía a sí mismo todos los
días.
Tras un doloroso divorcio, el doctor no había salido
con nadie y se refugió en la comida. Se descuidó físicamente, pues en su mejor
época era un sagaz jugador de tenis. Sus colegas le presentaron a varias
mujeres, pero no tuvo suerte con ninguna. Quizás se había cerrado a la idea del
amor. O quizás los años le pesaban en la espalda a pesar de ser buenmozo, con
pocas arrugas, muy inteligente, gentil y simpático. “Él es un partidazo”, le decía
un amigo suyo a las mujeres para generar interés. Y el doctor salió un par de
veces, pero prefería la vida solo. Ya no tenía 20 años y la idea de salir en
citas se le hacía tortuosa. Él no quería conquistar a nadie más. Todo lo que se
planteó de joven, lo logró en poco tiempo. Tenía la vida perfecta hasta que su
mujer se cansó de su manera de comer. Ese fue el motivo de la separación. Pero
para efectos legales, rompieron el sagrado contrato por “expectativas
defraudadas”.
El semáforo cambió a verde. Pasaron algunos carros,
pero cuando por fin le tocaba a él cruzar el umbral, la luz pasó a rojo. Se
detuvo en el primer puesto. Respiró profundo y decidió llamar a la enfermera
para saber cómo estaba ahora el paciente. Mientras el teléfono repicaba sin
respuesta, el doctor dirigió su mirada a la acera derecha. “Coño, atiende”,
pensó.
De la nada, una joven pasó corriendo. El doctor se
distrajo con los zapatos color fucsia que llevaba y con el short negro que
hacía ver su piel aún más blanca. Evaluando el paso al que iba, el doctor
infirió que era una joven que estaba iniciándose en el running. De pronto,
aquel rosado se mezcló con gris y azul. La joven se tropezó y salió volando
unos cuantos metros. Alarmado, puso su atención en la joven. Había caído con
las rodillas y manos primero, luego pegó la barbilla. Cambió el semáforo y el
doctor se arrimo hasta donde estaba ella. Todavía no se había levantado, por lo
que él puso las luces de emergencia del carro, se apeó y fue hasta donde estaba
ella.
—“Hola, ¿estás bien?”, preguntó el doctor. No tuvo
respuesta. Y repitió: “Oye, ¿puedes levantarte?
—Sí, creo, respondió ella con una voz lánguida.
La joven pudo voltearse y, ahora sentada, observó las
heridas que aquel tropiezo le había causado. Tenía ambas palmas rotas y por las
rodillas corría también sangre. Estaba en shock, pero se puso de pie con ayuda
del doctor, quien la tomó por el brazo y la levantó. El dolor de las rodillas
le hacía temblar y casi no podía permanecer de pie.
—¿Estás bien? Mira como te rompiste.
—No sé qué pasó. Iba corriendo y luego estaba en el
suelo.
—¿Necesitas que te lleve a los bomberos? Mi carro está
aquí mismo, puedo acercarte hasta allá.
La joven frunció el ceño, mantuvo silencio y comenzó a
caminar como pudo.
—No gracias, yo puedo ir sola. Estoy bien, gracias por
su ayuda. Gracias, pero voy por mi cuenta. Gracias.
—Pero mira cómo estás, de verdad no es problema.
—No me monto en el carro de extraños.
El doctor asintió.
—Al menos deja que te examine antes de irme. Soy
doctor.
—¿Ah sí? Doctor en qué. Doctor en sociología —dijo en
tono de jocoso.
—No, en realidad soy neurólogo. Mira, qué te parece si
reviso rápidamente qué tanto daño te hiciste.
La joven aceptó y dejó que el doctor revisara las
heridas. Lo hizo con mucho cuidado. Luego, para evaluar mejor, tomó la botella
de agua de la joven y limpió la sangre que emanaba de su piel. Eran cortes
superficiales, aunque ameritaba al menos una gaza. El doctor le sugirió
acompañarla a pie hasta la estación de bomberos. Al fin y al cabo, quedaba a
menos de un kilómetro. Ella no tuvo más remedio que aceptar, pues no tenía a
quién llamar para que la auxiliara. Antes de ir, el doctor volvió al carro. Lo
estacionó en un local que estaba a unos pocos metros y volvió con la joven.
—¿De verdad eres neurólogo?
—Sí, ¿no parezco?
—Qué sé yo, no traes lentes. Quizás debí sospechar del
bigote. Oye… ¿Puedo contarte algo?
—Sí, claro, dime.
—No, olvídalo. Mejor no. ¡Ay!
—¿Qué? ¿Qué fue?
—Creo que en la caída también me doblé algo. No puedo
pisar, me duele —dijo tras caminar unos pocos metros —Déjame aquí. Estoy bien.
—¿Cómo te llamas? Yo me llamo Jaime.
—Andrea.
El doctor sacó la billetera de su bolsillo y le mostró
su credencial. Quería demostrarle que en efecto era quien decía ser.
—Ah, cómo que sí eres doctor entonces. ¡Trabajas en la
clínica San Francisco! Ahí estuve una noche hace mucho tiempo. Pero me atendió
la doctora Rebecca, ¿la conoce?
—Sí, claro que sí. Una mujer muy dulce y una
profesional excepcional.
El neurólogo miró con mayor atención el rostro de la
joven. Pero no encontró nada familiar. Le propuso, ahora que ya sabía quién
era, ir en carro. Ella aceptó. Le abrió la puerta y la ayudó a sentarse. Durante
los primeros minutos no hubo más que algunos apuntes sobre el dolor que le
producían las laceraciones en las manos. “Qué vaina con esta cola”, exclamó el
médico.
—¿Y si tú mismo me ayudas con esto?
—No tengo un kit de primeros auxilios, lo siento.
—Hace poco me intenté matar. Por eso iba distraída.
Primera vez que lo digo en voz alta.
—¿Cómo?
—Me tomé un montón de pastillas. Un coctel. Pero no
fue suficiente. Me encontraron y llevaron a la clínica muy rápido. Me lavaron
el estómago, me tuvieron en observación y dejaron unos días en la unidad
psiquiátrica. Eso fue hace dos meses. La recuperación ha sido lenta. Correr es
lo único que me mantiene viva.
—Lo siento mucho. ¿Tienes muchos problemas?
—No más que el promedio. Estoy cansada. Harta de mí
misma. Hay días en los que no me aguanto. Son días en los que no quiero estar
en mi cuerpo, no quiero escuchar lo que me digo a mí misma. Pero no, problemas
como tal, no.
—Esto parece un gran problema.
—Da igual.
El doctor volteó y se encontró con una joven que,
desde que la vio corriendo y luego volando, le pareció atractiva. Estaba
llorando. Detenidos todavía por la cola, se lanzó hacia la guantera y sacó una
cajita de pañuelos de papel. Le ofreció uno y ella empezó a llorar con más
ganas.
—No sirvo para nada.
—Bah, no creo que eso sea verdad. Eres muy joven.
—Ser joven no te hace útil. Soy una carga nada más.
¡Mira nada más dónde estoy! Ahora soy responsabilidad tuya, así sea por un
momento. Así con todos: la cajera, el panadero, mi editor, profesores. ¡Pare
usted de contar!
—Yo me ofrecí a ayudarte. ¡Mira, ya estamos casi en
los bomberos! Calma. Ya te van a ayudar a cerrar esas heridas y podrás seguir
corriendo.
—¿Acaso no escuchaste nada de lo que dije? Nada de
esto —dijo mientras abría los brazos para enfatizar— tiene sentido. A nadie le
importo. Me odio. Estoy cansada de estar aquí. Es un problema de generación.
Tú, un doctor exitoso, no podrías entenderlo. Además, ¿acaso soy tu buena
acción del día? Déjame bajarme.
—Estamos a menos de 20 metros.
De nuevo silencio hasta que finalmente llegaron a la
estación de bomberos. Se estacionaron cerca de la puerta y, antes de bajarse,
la joven miró al doctor y le dio un beso en el cachete. Él le dijo que
esperara. Se bajó y fue al lado de ella para abrir la puerta. La tomó del brazo
y la llevó adentro.
Un paramédico la atendió y la llevó adentro para que
le curaran las heridas. Agradeció al doctor por todo. El neurólogo decidió
permanecer ahí unos minutos más mientras salía la joven. En eso, recordó que
había dejado a la enfermera encargada de un paciente y revisó el teléfono: 20
llamadas perdidas. Salió del edificio y llamó a la enfermera de inmediato. Tras
un intercambio entre sollozos y desespero, la mujer le dio la noticia de que el
paciente estaba muerto. Volvió a la clínica sin despedirse de la corredora.
Una semana pasó y la joven decidió acercarse hasta la
clínica para saludar y agradecerle al médico por su ayuda. Cuando llegó, había
un alboroto en el lobby. Policías, médicos y enfermeras aglomerados en el
pasillo y un individuo tendido en el piso con las manos en la espalda. Un par
de policías lo levantaron del suelo y en ese instante, quien la había ayudado
en el pasado, ahora era aprehendido. Cruzaron miradas. Ella todavía en la
puerta cuando él le pasó por al lado; con un grito le pidió disculpas.
La directora de la clínica se acercó hasta la joven y
le preguntó si lo conocía, si había sido su paciente. Ella respondió que no,
que era un buen amigo.
—Pues tu amigo no es quien decía ser.
—¿Cómo que no? ¡En internet sale que él trabaja aquí,
su currículum!
—Hija, ese no es el doctor Jaime Pérez. Es un
chichero.
—¿Cómo?
—Estaban los doctores hace unos meses en un bar y este
tipo entró buscando pleito. Ebrio, Pérez decidió enfrentarse a este carajo. Al
final, pues el chichero secuestró al doctor, le quitó la identificación, el
carro y todo.
—Fingió ser él.
—Exactamente.
—¿Es el chichero de la plaza del pueblo? ¿De esos que
usan bata?
—Ese mismo.
—Ah, ese hijo de puta vendía chicha vencida
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