Vuelvo a encontrarme con las palabras. Curioso porque lo hago en la iglesia, lugar de culto; de silencio y paz. Pero mi mente no para de dar vueltas. ¿Será la resaca? Maybe. Ayer me dieron un alcohol desconocido y estoy pagando el precio de los mojitos 2x1.
Falta una semana para mi cumpleaños y, por primera vez, siento ansiedad con algo de desespero: un año más de existencia. Claro que hay felicidad, ni modo. Agradezco a Dios por cada instante de mi vida, cada persona que se cruza en mi camino, y por absolutamente todo lo que tengo. También estoy agradecida por lo que me falta. No quiero tenerlo todo porque podría perderme.
Acaso sepa yo qué es "todo".
En fin. Hay nostalgia, calor y dolor de cabeza. Me entretengo viendo cómo la gente va llenando los bancos más cercanos al altar. Otros hacen un recorrido por todos los cuadros y figuras de la Virgen, santos y religiosos: los tocan, besan y se persignan. Una vez el padre dijo que eso era un fetiche. Yo no entiendo qué poder milagroso tiene una impresión en vinilo a full color de Jesús. Él, como ser omnipresente, sí es milagroso; pero ese afiche, no lo sé... ¿quién soy yo para juzgar? Dejo ir este tren.
La misa nunca comienza a tiempo por dos factores: no llega el padre y porque faltan devotos por llenar la casa del Señor. Yo llego siempre temprano porque tengo una suerte de puesto fijo al lado de los confesionarios y diagonal a el afiche de Jesús y si no me siento justo ahí, mi TOC se desata.
De repente, mientras escribo, una escena irrumpe mi concentración. Un perro comienza a ladrar y persigue a un hombre dentro de la iglesia. Pienso si Dios sabrá algo más que nosotros sobre ese hombre acosado por un ser tan puro como lo es un perro. Ese perrito, lo sé por experiencia, no ladra casi. ¿Por qué a él sí? ¿Qué significa? O, mejor dicho, ¿por qué pienso tanto en esto? ¿Qué señal busco? "¡Hey, hombre! ¿Eres el diablo?". Pero me lo reservo y guardo distancia.
Comienzan a leer el obituario. Me doy cuenta de que sobre los confesionarios hay unos nichos. Espíritus nos acompañan. Cada vez hay más gente, pero no hay señales del padre todavía. 15 minutos tarde.
Mi abuelo llega y se sienta junto a mí.
Sigo concentrada en escribir. Mi abu baja la mirada y ve que construyo palabras con los pulgares. Se maravilla con mi rapidez y precisión. Él no la tiene. Escribe lento. Pero, para compartir la actividad, él saca su teléfono y ve un video.
Comienza a cantar el coro. El padre llegó y la misa comenzará.
Teléfono en vibración. Lo guardo en la cartera y pongo fin a la postura cabizbaja típica de esta era moderna. Ahora solo bajaré la cabeza porque ciertos momentos de la misa lo exigen. No más distracciones, veré hacia adelante y cantaré las canciones religiosas.
Como cantaba Piaf: "Heaven have mercy".
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