Lo llaman casa de reposo, yo pensé que era el lugar donde
dejan a los ancianos una vez que se vuelven una carga para la familia; hace
poco me enteré de que es un asilo y mis venas se llenaron de curiosidad: tenía
que ir allí de manera voluntaria. Pedí una cita con el doctor R para el lunes a
las tres de la tarde.
Había visto la fachada miles de veces, pero no sabía qué
esperar una vez que entrara. Estacioné el carro justo en frente porque abundaban
los puestos, ¿había ido a la hora correcta? Una vez me hube apeado del vehículo busqué rápidamente alguna señal de civilización (al menos a alguien cuerdo a
quien preguntarle). Encontré una casilla con una monja que, supongo, hacía las
veces de recepcionista:
–Buenas tardes, tengo una cita con el doctor R–. Le dije a la
madre, pero en su boca se contuvieron las palabras pues el doctor en cuestión
estaba parado junto a ella. Era un tipo maduro, de tez morena y talante serio,
se le notaba la experiencia. –Hola, sí, soy yo. Ven, entra–. Tiempo de lanzarme
a lo desconocido, a lo que agitaba mi corazón mientras estaba aún afuera. Seguir
instrucciones es lo normal “Hale” se leía sobre la puerta de cristal. Mi
corazón se acercaba cada vez más a mi garganta y mis neuronas jugaban tennis entre ellas. ¿Cómo será allá
adentro? ¿Veré algún loco por ahí, alguna enfermera o médico?
Era oscuro, olía a libro guardado y hasta ese momento solo
había visto a la monja y al doctor R. La sala de espera/lobby era amplia y
profunda: –¿Ves esa planta de plástico?, bueno, siéntate en alguna de las
sillas de ahí que ya te vengo a buscar–. Sabía que la decisión de “cuál silla” elegir
debía tener algún valor semiótico: si es la que está sola y a la derecha seguro
significaba algo diferente a su antípoda. En fin, escogí la silla individual en
el centro. Las paredes eran color verde claro y los muebles se quedaron en una época
donde se dirigían fondos hacia la salud mental; las monjas de los sesenta eran hip.
Dispuestas como para acoger al menos diez personas, las
sillas se acomodaban para que sus usuarios encontraran en su vista el esplendor
de la soledad y espera; eran naranja eléctrico (casi rojo) desgastadas por la erosión
humana y la necesidad de ser escuchados o medicados. En las paredes se veían afiches
religiosos, pero asociados a temas médicos. No pude evitar preguntarme cuántas
personas habrían llorado allí, cuántos familiares habrían esperado ver a su
enfermo e incapaz de preguntarle al silencio, decidí volverme parte de él.
Le tengo fobia a los ruidos porque los confundo con
violencia. Para mi “felicidad” había algún lugar cerca de la sala de donde
provenían ruidos metálicos, incluso me pareció escuchar gritos. Estaba
temblando y buscaba el origen de los sonidos, veía sombras y sentía la brisa
contaminada con psicopatologías. La fusión entre mi imaginación y la cinematografía
de los asilos hizo de mi mente una película dirigida por Hitchcock.
El doctor no aparecía y comencé a creer que me había
abandonado allí. Que unas enfermeras entrarían y me confundirían con un
paciente, me atarían y llevarían a un cuarto aislado donde se podría leer
“Paciente peligroso” en la puerta. Como nadie sabía que yo estaba allí,
terminaría creyendo que era una paciente y que el leitmotiv de mi visita jamás existió,
desaparecerían mi carro (lo lanzarían por un barranco). El número de mi cuarto
seria el 32 del pabellón de las mujeres y todas mis vecinas, esquizofrénicas.
Cuando el doctor me encontró sentada en las sillas, con la
cabeza ladeada, un tic en el ojo derecho y un cuaderno con apuntes llenos de
lucidez, me dio pastillas para que me calmara. Entramos a su consultorio y una
hora más tarde estaba de vuelta en el cuarto 32 del pabellón de mujeres.
¿A qué hora es que
vienen a visitarlo a uno?
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