"Subir a comunidad"

Pareciera que llevara siglos sin escribir. Quizá sí los llevo. La verdad no he tenido mucho tiempo para aburrirlos, acaso alguien me lea.

Tengo miedo constante. Los síntomas físicos aparecieron de nuevo, los hacía extintos. La universidad ha exigido, a cierto grupo de alumnos, que vaya a “comunidad” para “ayudar” en unos colegios. No me opongo a que existan grupos de voluntarios que realizan este tipo de actividades; empero, yo no quiero ir y me están obligando ¡viva la libertad!

 ¿Lo peor? No, no es el hecho de subir a la parte más alta de un barrio peligroso, no es trabajar con niños analfabetas, lo peor es que hay compañeros que solo tienen que hacer un informe para obtener el mismo porcentaje de nota que yo. ¡Vivan el azar y la burocracia!  

La primera vez que subimos sentí una claustrofobia inédita. El cielo azul desaparece, es como si la atmósfera fuera anaranjada. Los ranchos se apilan como legos, son estalagmitas, geología urbana. 

Es abrumador concientizarte de que, si te pasa algo, nadie responderá por ti, nadie te salvará. Como cuando, descalzos, pateamos un nido de bachacos; existe la posibilidad de que ninguno se haya quedado entre tus dedos o, si eres desafortunado, te picarán porque te has metido en su zona. Ninguno se arrepiente de atacar, son una comunidad entera de bachacos dispuestos a hacerte sufrir.   

Es otro mundo, se mueve y se siente distinto a la ciudad. Dentro de él hay una calma inexplicable. La gente pareciera moverse sin miedo porque están todos, quizá, en igualdad de condiciones. Sacaban sus teléfonos sin miedo, cosa que nadie puede hacer en ningún lugar público. Vi sonrisas en los rostros de las personas (no entiendo por qué). Si los sonrientes son el norte, el sur está constituido por las personas que vi buscando comida en las gigantescas pilas de basura, por las madres que llevan a sus hijos al colegio con un semblante de frustración, y por la gente haciendo cola para comprar algún alimento.

Las motos sustituyen a los carros en número y los “jeeps” son el medio de transporte predilecto. El jeep que nos subió parecía un burdel móvil, era oscuro, acolchado y tapizado en su totalidad con tela roja. A quienes nos gusta mirar hacia adelante nos esperaba una tortícolis aguda: los asientos van a lo largo de la parte trasera en lugar de ir a lo ancho; esa postura, más la tensión muscular que proviene, naturalmente, de estar en una situación de alerta son sinónimo de  Ouch.

Cuando llegamos al colegio no estábamos en un planeta de atmósfera naranja, ya se veía el cielo y las espectaculares montañas: por un lado llenas de vegetación y, por el otro, de calles estrechas y basura apilada. Estaba perpleja porque, tras aquel caos y calor de la parte baja, habíamos alcanzado la cima, la calma y el frío. Aun así, los síntomas claustrofóbicos, de impotencia y de miedo, no habían desaparecido, solo se habían multiplicado.

Won’t you please, please help me? Help me, help me… ooh! –The Beatles–.

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